No se movía nada, todo estaba parado, esperando ante las atentas miradas de las enormes gaviotas que rondaban por la zona, la llegada de hordas de viajeros que se pensaban que eran trotamundos. La falta de viento y el aumento de la temperatura y el sol cálido anunciaban el bullicio por el casco antiguo y las zonas cercanas al puerto. Ya se podían imaginar llenas las calles de gentes, atraídas por querer ver un paisaje que, por mucho que se lo imaginaran y contaran, no iban a poder conocer como realmente se conoce en el día a día, en lo cotidiano de las vidas de cada una de las personas, en la quietud de y frío del invierno, donde se dan situaciones que atronan un imponente silencio después de que el mercado de pescado cierre sus puertas a manguerazos de agua. Un lugar en el que es impresionante cruzarse con los habitantes que rutinarios bajan a Sa Plaça a comprar hortalizas o pescado, que luego cocinarán tras sus verdes ventanas con marcos y contraventanas de madera. Un lugar ad
Una luz, un rayo de luz, un haz de rayos, que atraviesan todo el espacio a su paso hasta estrellarse contra el suelo lleno de hojas. Entran por la brecha y cruzan el dosel y llegan hasta el fondo del bosque donde se proyectan contra el suelo de forma oblicua dibujando extrañas formas. Polvo, trocitos de plantas, de insectos, de suelo, de hongos, de nosotros mismos, partículas que respiramos. Se pueden ver flotando a través del rayo de luz, de su proyección, se les descubre flotando libres, hasta que salen de la luz y vuelven a desaparecer, invisibles, no hace viento. Tanta luz entra que difumina hasta los colores, hace que se confunda el marrón con el verde, el granate de la corteza de pino con el marrón de la tierra, en cambio las partículas de polvo que la cruzan, se pueden ver en un blanco perfecto, se aprecia su relieve, su forma irregular, su proyección, su rotación y su traslación incluso su trayectoria hasta desaparecer al cruzar la luz. Una parte brillante y otra oscura.